Corría deprisa
entre la gente.
Su mirada
pérdida denotaba que algo no muy bueno le había ocurrido.
Quien se
cruzaba con él, se podía imaginar que acudía a un velatorio de algún familiar
cercano, o quizás al hospital más próximo.
Sus facciones
no daban lugar a dudas: era una persona triste.
Cuando por fin
llegó a su destino, el que tanto corría sin hacer caso omiso a nada ni a nadie,
se detuvo en seco en la puerta de un gran edificio.
Arriba de la
entrada se podía leer en letras grandes y llamativas: Martínez e hijos.
El hombre
agachó la cabeza, tragó saliva y entró con poca decisión en el portal.
Allí, un señor
de unos setenta años, le saludó sin mucha efusividad.
- Buenas
madrugadas – Le dijo – Ya llega tarde. Están todos arriba.
El chico
triste, volvió a tragar saliva y asintió levemente.
Cogió el
ascensor más cercano a las escaleras y se dejó caer en el cristal.
Era un día
duro. Su rostro seguía triste, pero poco a poco, fue tornándose diferente… Una gran
sonrisa forzada inundó su cara de alegría fingida.
- Muy buenos
días – Expresó nada más llegar al octavo piso – Creo que hoy es el mejor día
del mundo.
Con la voz en
falsete, el hombre se arrastró con la cabeza gacha hacía el despacho de su
jefe.
- Papá –
Comenzó a decir el joven – Hoy me voy. He venido temprano para avisarte y no
dejarte las cosas sin resolver.
El padre lo
miró sin expresión alguna y le ordenó con un gesto, que se sentará junto a los
demás empleados.
- La vida se
nos está yendo de las manos – Continuó el hombre de negocios – Hay que darle un
vuelco a nuestros objetivos. Hay que ser más listos que los demás.
El chico
levantó la mano en un intento de que le hicieran caso.
- ¡Eso es
exactamente lo que yo digo! – Gritó – Hoy me voy – Volvió a decir.
Nadie le hizo
caso.
El ambiente
gris que asfixiaba el lugar, era cada vez más palpable.
Nadie dejaba de
sonreír con las ganas de un animal recién apresado. Entonces ocurrió.
Detrás de la
ventana doble que debía iluminar la habitación, si hubiera sido más de día
fuera, cientos de pájaros se golpearon una y otra vez.
Nadie hizo
caso.
Solo el chico
con cara triste, decidió decir de nuevo algo:
- Es el fin del
mundo – Señaló con fuerza – Hoy nos vamos todos.
Esta vez una
mujer mayor, lo miró y asintió.
- Ya todo se
acaba – Dijo la mujer – Y aquí estamos nosotros como si fueranos a vivir cien
años – Dio la impresión de que sonreía – No es momento de reuniones señores…
Hoy nos vamos todos.
Sin miedo al
final, el hombre que tanto había corrido para llegar a su lugar de trabajo, se
desprendió de la corbata y se sentó desganadamente en una de las sillas con
ruedas de la estancia.
- Por fin
sabremos que hay al otro lado – Dijo.
Su padre
continuó la charla sin pestañear.
- Somos los líderes
del sector y nada nos puede parar – Enunció – Ni siquiera el fin del mundo.
Todos se
miraron entre sí y casi todos aceptaron las palabras del jefe.
La mujer que
había hablado se levantó y se dirigió al lado del hombre de negocios. Tocándole
el brazo dijo:
- Déjalo cariño
– Suspiró – Tu hijo lleva razón. Ya no habrá mañana y nada de esto tiene
sentido. Vayamos a casa y terminemos de forma más humana.
El chico
sonrió, esta vez de verdad, y abrazó a su madre.
- Creía que era
el único que se daba cuenta del final – Dijo – Menos mal que tú también
comprendes las cosas.
La madre
asintió, agarró la mano de su hijo y salieron de la amplia habitación.
Ya en la calle,
todo estaba en su lugar. Nadie parecía haberse percatado del fin. Ruido de
coches, autobuses llenos de gente… Todo era un caos propio del fin del mundo…
A pesar de
todo, solo la madre y el hijo iban hacía su casa, con las manos entrelazadas y
con una expresión de paz en el rostro.
- Mamá – Dijo el
joven - ¿Por qué hoy sí te has venido conmigo?
El chico parecía
sorprendido.
- Es la primera
vez que te creo – Le dijo la madre – Aunque llevas haciendo esto todas las
semanas desde hace veinte años, hoy me he dado cuenta de que los locos son
ellos.
El joven
sonrió.
- Mamá –
Susurró - ¿Vendrás conmigo la semana que viene para convencerles?
La mujer seria
pero tranquila, afirmó:
- No solo
vendré contigo hijo – Hizo una pausa – Sino que todo cobrará sentido para tu
padre y hermanos. Tienen que despertar y darse cuenta del error en el que viven…
Caminaban tan
despacio que parecían hacerlo a cámara lenta.
Como si de una película
se tratara, la muchedumbre casi los atravesaba sin reparo.
- Ya somos de
nuevo invisibles – Dijo el joven – Chocan con nosotros y ni nos miran.
- Vaya… Lo
siento por todos – Expresó la madre – Parece que seremos los únicos en el fin
del mundo conscientes de los acontecimientos.
Apretó con
fuerza la mano de su hijo y continuaron caminando entre la gente, convencidos
de que lo importante estaba junto a ellos. Se miraron y aceptaron ser los
últimos seres de la tierra. Ese era su final. Y estaban conscientes.
Felices, se
abrazaron y se dejaron caer en un banco de la calle.
Una pareja de
ancianos, pasó despacio cerca de ellos y los miraron:
- Mira – Dijo el
hombre mayor – Ahí están otra vez esos pordioseros.
- No les llames
así – Le regañó la anciana – Seguro que saben más que muchos de nosotros. Dales
ya la limosna para el café y vámonos a casa.
La madre y el
hijo, agradecieron el gesto, no sin antes anunciarles el fin:
- Es el final
para todos – Dijeron al unísono – Quiéranse hoy. Dense abrazos. Llamen a sus
hijos. Sonrían. Bailen. Caminen con felicidad. Hoy es el fin del mundo. Avisados
quedan.
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